En las noches de plenilunio, las guitarras se daban cita con las estrellas y los luceros a la orilla del lago de Amatitlán.
Los recuerdos vuelan en alas de la imaginación, desde principios hasta mediados del siglo veinte. Tiempos aquellos de nuestros abuelos que disfrutaron de paz en abundancia como fértil campo para el idilio y el romance. Porque, desde siempre, los AMAtitlanecos amamos desde las tres primeras letras del gentilicio.
En la playa, la juventud hacía alarde de intensas pasiones, y las musas de la inspiración salían a relucir en medio de canciones y versos que brotaban del alma de los enamorados.
Las horas nocturnas cabalgaban en lomo de boleros hasta encontrarse con el alba, y desde el fondo del lago sonreían las mojarras y las pepescas, contemplando las rayas de las ciricas. En los cerros y montañas cercanos, un ejército de clorofila dormitaba bajo el mando de señoriales amates.
La brisa a veces podía sentirse más que fresca y calaba hasta los huesos de aquellos que lloraban el tormento de no ser correspondidos por el amor de sus amores. Dichosos eran aquellos que buscaban los rincones más oscuros, muchas veces trás un árbol, para gozar del elixir de los besos y el arcoíris de las caricias de su prenda amada.
Para calentar el alma se prendían en llamas unos buenos leños y alrededor de la fogata proliferaban los cigarros y los chancuacos así como uno que otro trago de aguardiente para limpiar la garganta y agarrar valor.
Los sauces remojaban sus verdes barbas mientras veían, bajo el encanto de las luciérnagas, a la distancia la esbeltez y la soberbia de las altas palmeras.
Ah! Lunadas de Amatitlán. Noches de lago, fecunda inspiración y amor del bueno. Serenatas que quedaron grabadas para siempre en la memoria de nuestra gente.
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